Y no trates de convencerme de que sí se puede.

Porque, cuando comencé a teletrabajar hace una década, también lo intenté después de haber leído el buen libro “Memorias de un hombre en pijama”, del todavía mejor Paco Roca.

Aunque resultaba tentador eso de la máxima comodidad al tener el mínimo desplazamiento de 4 metros entre la cama y la mesa de trabajo, te puedo asegurar de que no hay tu tía.

No se puede.

Porque quitarse el pijama y hacer la cama es lo mínimo y fundamental para romper con la noche y adentrarse en el día.

Lavarse la cara con fruición y ver como las legañas se debaten en el remolino que se va tragando el agua del lavabo.

Y afeitarse o no afeitarse, y ponerse las pestañas postizas o no hacerlo, y desayunar sí o sí, y ponerse otro café, o una infusión o nada más, y vestirse a gusto.

Tan cómodo y elegante como te apetezca ese día, pero fuera el pijama, por favor.

Porque no se puede trabajar en pijama.

Cuando te llame ese cliente que tanto esperas detectará perfectamente si todavía vas con las pantuflas o si te has abotonado una camisa bien planchada.

O tu desgastada camiseta de los Iron Maiden, que en eso no me meto porque no va por ahí la cosa, pero tú verás cómo sales a recibir al mensajero que te trae el sello de caucho con los datos de tu nueva empresa, así como al cartero certificado que te trae lo último de Hacienda.

Y si te sientes a tope trabajando en pijama harás muy bien, allá tú y a mí no me llames porque me daré cuenta y te volveré a decir que no se puede trabajar en pijama.